Álvaro Uribe Vélez, el hombre que marcó dos décadas de la política colombiana, comparece hoy ante la justicia como acusado. Su figura, otrora intocable, se sienta frente a los estrados no como testigo de su legado, sino como protagonista de un proceso que pone a prueba el alcance de la ley sobre el poder. En un giro que solo la historia puede permitirse, el expresidente renunció a su derecho a guardar silencio y decidió ser el primer testigo de su propia defensa.
Uribe no llegó a la sala de audiencias con medias tintas. En su estilo frontal, desmintió cualquier plan para manipular a exparamilitares y negó vínculos con los testigos clave: Juan Guillermo Monsalve y Pablo Hernán Sierra. Su defensa apunta a desmontar la tesis central del caso: que detrás de los intentos de alterar testimonios hubo una estrategia deliberada, diseñada desde las entrañas del uribismo. Él lo niega todo, y va más allá: acusa.
Con voz firme y mirando al juez, el exmandatario dejó caer una bomba política. Acusó al expresidente Juan Manuel Santos y al exvicepresidente Germán Vargas Lleras de encabezar un supuesto complot para enlodar su nombre. La revelación, aunque carente de pruebas en esta etapa, da cuenta del tipo de defensa que Uribe ha decidido emprender: una cruzada no solo jurídica, sino simbólica, contra quienes considera enemigos históricos.
La estrategia de su defensa, liderada por el abogado Jaime Granados, ha comenzado a exhibir grabaciones que buscan desvirtuar la tesis de la Fiscalía. En una de ellas, se escucha al abogado Diego Cadena —pieza central del caso— relatando su comunicación con Deyanira Gómez, esposa de Monsalve, sobre un documento en el que se afirma que el senador Iván Cepeda presionó a testigos. Uribe, en la misma conversación, recomienda proceder por los canales legales.
Ese matiz —el de recomendar “hacer las cosas bien”— es clave para la narrativa de la defensa: no hay manipulación, dicen, sino asesoría legal enmarcada en la preocupación por la seguridad de los testigos. Sin embargo, la delgada línea entre gestionar garantías y ofrecer beneficios judiciales a cambio de declaraciones favorables será el campo de batalla del juicio.
El expresidente ha dicho que no teme a la verdad, pero el país observa dividido. Para unos, se trata de una persecución política sin fundamentos; para otros, es la evidencia de que el poder ya no es un blindaje contra la rendición de cuentas. Lo cierto es que el proceso marca un hito: nunca antes un expresidente colombiano había sido juzgado por delitos como soborno y fraude procesal.
Este juicio es más que la defensa de Uribe. Es también una prueba para la institucionalidad. ¿Puede Colombia procesar a sus líderes sin caer en venganzas ni impunidad? ¿Puede el sistema judicial mantener la serenidad y el equilibrio en medio de las pasiones políticas que Uribe aún despierta?
Con cada jornada de audiencias, el expresidente se juega no solo su inocencia legal, sino el peso final de su legado. ¿Será recordado como el líder que enfrentó las FARC o como el político atrapado en las redes de la justicia? Solo el juicio —y el tiempo— lo dirán.