En el corazón de la montaña, donde los vientos arrastran historia y la neblina se confunde con la memoria, Santa Elena vuelve a clamar. No es la primera vez, y probablemente no será la última, que sus habitantes deben salir a las calles para exigir algo tan básico como una vía estable, segura y digna. La carretera que conecta este corregimiento con Medellín, vital para su economía y cotidianidad, continúa siendo una herida abierta en el mapa de la movilidad antioqueña.
Este fin de semana, la comunidad protagonizó un plantón más. No hubo disturbios, pero sí dolor acumulado. El mensaje fue claro: no quieren más soluciones temporales ni discursos técnicos que no se traducen en realidades tangibles. Los derrumbes que se repiten con cada temporada de lluvias no solo bloquean la vía, también fracturan la vida de quienes la transitan a diario. Desde el transporte escolar hasta los mercados campesinos, todo se ve afectado cuando el barro y la roca se imponen.
El punto más crítico sigue siendo el sector conocido como El Mirador, en el kilómetro 11+200. Allí, pese a una inversión millonaria —más de 5.000 millones de pesos— en estabilización, mallas y anclajes, los deslizamientos continúan. Y lo que es peor: apenas doce días después de entregadas las obras en octubre de 2024, un nuevo derrumbe en el kilómetro 11+250 volvió a cerrar la vía por cinco días. El invierno no da tregua, pero tampoco parece hacerlo la falta de planificación estructural.
Las imágenes más recientes no son alentadoras: grietas en el concreto supuestamente reforzado, rocas sueltas, desprendimientos constantes. Todo apunta a una verdad que nadie se atreve a enfrentar con contundencia: la intervención técnica no basta si no se acompaña de una solución integral, que considere no solo la ingeniería, sino también la fragilidad geológica y climática del terreno.
Santa Elena, además, no es un corregimiento cualquiera. Es un punto neurálgico para el turismo, la cultura silletera y la conexión ambiental del Valle de Aburrá. Su vía, más que un camino, es una arteria por donde fluye buena parte del espíritu rural de Medellín. Por eso duele tanto verla colapsar una y otra vez, mientras las instituciones apenas logran contener los síntomas de un problema mucho más profundo.
La Concesión Túnel Aburrá Oriente ha explicado que los desprendimientos son consecuencia de la intensa actividad de lluvias y de una geología especialmente inestable. Pero la comunidad no acepta ese argumento como destino inevitable. Insisten en que el conocimiento técnico y los recursos deben servir precisamente para anticipar, prevenir y resolver, no solo para justificar nuevos cierres.
Mientras tanto, la incertidumbre se impone. ¿Cuánto más deberá esperar Santa Elena para una solución definitiva? ¿Cuántos millones más deberán invertirse sin lograr una verdadera estabilidad? Las respuestas, como los derrumbes, siguen cayendo a trozos, entre discursos institucionales y la paciencia agotada de quienes ya no quieren vivir con miedo cada vez que empieza a llover.
Lo que está en juego no es solo una vía. Es la dignidad de una comunidad que, durante más de una década, ha resistido entre el barro y el olvido. Santa Elena no pide privilegios, pide respeto. Y en ese sentido, el clamor de su gente debería ser escuchado con la misma urgencia con la que se cierra la carretera cada vez que la montaña vuelve a ceder. Porque si la montaña cae, lo que no puede seguir cayendo es el compromiso del Estado.