Petro y Pintó: la delgada línea entre la retórica política y la difamación

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La política colombiana, marcada por su intensidad y pasiones encendidas, vuelve a sacudirse tras las declaraciones del presidente Gustavo Petro durante la movilización del 1° de mayo. En un acto cargado de simbolismo y presión popular, el mandatario arremetió contra varios sectores del Congreso, particularmente el senador liberal Miguel Ángel Pinto, a quien señaló, sin ambages, como corresponsable de la muerte del líder social Alberto Peña, asesinado en el Cauca. Las palabras de Petro, pronunciadas desde la emblemática Plaza de Bolívar, han despertado un vendaval de reacciones políticas, jurídicas y éticas.

La gravedad de la acusación no radica únicamente en su contenido, sino en el momento y la plataforma desde la cual se emitió. Petro, en su papel de jefe de Estado, lanzó un juicio moral y casi penal sobre un senador en ejercicio, aludiendo a una cadena causal entre la decisión legislativa de archivar una reforma laboral y el crimen de un activista. Para Pinto, la afirmación presidencial es una “irracional aseveración”, y así lo expresó al anunciar acciones legales contra el mandatario, invocando el daño a su honra y buen nombre.

Miguel Ángel Pinto no es un extraño en el escenario legislativo. Conocido por su talante moderado y su experiencia jurídica, ha sido pieza clave en los debates sobre la reforma laboral, incluso firmando ponencias favorables a una versión más acotada de esta. Que el presidente lo señala como obstáculo principal no solo desconoce esas contribuciones, sino que configura una narrativa que personaliza las diferencias políticas en vez de argumentarlas. El riesgo de este tipo de discursos es que convierten el debate democrático en un tribunal moral sin garantías.

En Colombia, donde los líderes sociales han sido víctimas sistemáticas de violencia, resulta profundamente delicado insinuar que una decisión legislativa puede tener una conexión directa con un homicidio. Tal imputación, sin sustento judicial, no solo vulnera el principio de presunción de inocencia, sino que trivializa la complejidad del conflicto social y político que vive el país. Las palabras del presidente podrían ser vistas por muchos como una estrategia retórica, pero también pueden ser interpretadas como una irresponsabilidad institucional.

El conflicto entre el Ejecutivo y el Legislativo, aunque legítimo en una democracia, está alcanzando niveles de tensión que erosionan el equilibrio de poderes. La relación entre Petro y el Congreso ha sido tensa desde el inicio de su mandato, pero el señalamiento directo a Pinto eleva la disputa a un nivel sin precedentes. La figura del presidente no puede ser usada como tribuna para la acusación personal, menos aún cuando las consecuencias pueden implicar amenazas, estigmatización o incluso violencia contra quienes son señalados.

Frente a este escenario, la reacción de Pinto ha sido mesurada, aunque firme. Anunciar una acción judicial contra el presidente implica abrir un debate aún más profundo: ¿puede y debe el presidente responder ante la justicia ordinaria por sus declaraciones? ¿O estamos ante un nuevo episodio en el que la inmunidad presidencial se escuda tras la retórica política? La Corte Suprema, eventualmente, tendrá que pronunciarse si la querella avanza, y su fallo sentará un precedente importante sobre los límites del discurso presidencial.

Más allá de las implicaciones jurídicas, lo que está en juego es el tono del debate público en Colombia. En tiempos donde el país clama por reformas, pero también por estabilidad institucional, es fundamental que el lenguaje político se base en hechos, argumentos y respeto. La democracia no se fortalece con acusaciones sin pruebas, sino con debates informados, disensos legítimos y respeto por la institucionalidad.

Este episodio nos deja una pregunta incómoda pero necesaria: ¿cuánto daño puede causar una palabra mal dicha desde lo más alto del poder? La respuesta, en un país herido por la polarización y la violencia política, podría ser más dolorosa de lo que creemos.