En la madrugada del 7 de mayo, cuando el país dormía bajo el manto de la incertidumbre cotidiana, una nueva grieta se abrió en el ya agrietado andamiaje del poder nacional. Gustavo Petro, presidente de Colombia, irrumpió en la calma digital con una declaración cargada de tensión: presentará pruebas a la fiscal general que, según él, demostrarían supuestos actos de sedición promovidos por su exministro de Relaciones Exteriores, Álvaro Leyva Durán.
No fue una publicación más entre tantas que suelen aparecer en la red social X (antes Twitter). Fue una acusación frontal, directa, que revela el nivel de descomposición que ha alcanzado la relación entre dos hombres que, hasta hace apenas unos meses, compartían un proyecto político y un horizonte común. El detonante: una carta pública del ex canciller en la que desmenuza con bisturí las supuestas inconsistencias del presidente en sus viajes oficiales, su estilo de gobierno, y hasta su manejo de la diplomacia.
El mandatario no solo replicó con indignación, sino que fue más allá. En su mensaje nocturno aseguró que Leyva estaría fraguando un “acuerdo nacional” con sectores de la extrema derecha y actores armados en conflicto, todo con la presunta intención de desestabilizar su mandato. En la denuncia, Petro menciona una supuesta reunión entre Leyva y el congresista estadounidense Mario Díaz-Balart, conocida pero ahora negada por el exministro, como una prueba del plan conspirativo.
El uso del término “sedición” por parte del jefe de Estado no es menor. Invoca un delito grave, que remite al intento de subvertir el orden constitucional, y alude a una amenaza real contra la institucionalidad presidencial. Pero también abre la puerta a un debate espinoso: ¿es esta una reacción política frente a una crítica interna o estamos ante un caso auténtico de conjura contra la presidencia?
Leyva, por su parte, se ha mantenido en un silencio estratégico, aunque su misiva pública ya hizo su trabajo: sembró dudas en sectores cercanos al Gobierno, encendió alarmas en la opinión pública y dejó en evidencia que las divisiones dentro del petrismo no son meras diferencias ideológicas, sino fracturas personales y políticas de gran profundidad.
La fiscal general, Luz Adriana Camargo, se encuentra ahora en el centro de un huracán institucional. Tendrá en sus manos un expediente que, de ser sustentado, podría marcar un antes y un después en el pulso entre Petro y la oposición, pero que también podría abrir un nuevo frente de controversia sobre el uso político del aparato judicial. El país estará expectante ante cualquier movimiento de su despacho.
Lo que está en juego va más allá del presente inmediato. La confrontación entre Petro y Leyva revela la tensión entre un proyecto de cambio que parece perder cohesión y una clase dirigente que, incluso desde sus propias filas, comienza a manifestar su desencanto. Colombia asiste, quizás sin plena conciencia, a una lucha por el relato, la legitimidad y el poder en su estado más crudo.
Mientras tanto, el ciudadano de a pie sigue esperando respuestas a problemas más urgentes: la inflación, la inseguridad, la crisis de salud y la paz total que aún no llega. En medio de las batallas palaciegas, la nación parece quedar relegada a un segundo plano, como espectadora silente de un drama político que no termina de resolverse. ¿Qué consecuencias traerá este nuevo capítulo en el ya complejo gobierno del Pacto Histórico?