Con la legislatura actual a punto de concluir el próximo 20 de junio, el Gobierno Nacional enfrenta un dilema de tiempo y estrategia. A pesar de haber anunciado desde comienzos de año su intención de presentar una nueva reforma tributaria —o ley de financiamiento, como se ha preferido denominar en algunos círculos—, hasta la fecha no se ha radicado ningún proyecto formal ante el Congreso. Las alarmas se encienden, no solo por el rezago político, sino por el profundo déficit fiscal que atraviesan las finanzas públicas.
El hueco presupuestal, estimado en $523 billones, ha obligado al Ministerio de Hacienda a tomar medidas inmediatas: la más reciente fue el aplazamiento de $12 billones en gasto, una maniobra que alivia momentáneamente las cuentas, pero que no resuelve el fondo del problema. El país necesita recursos sostenibles y permanentes, y eso solo puede lograrse mediante una reforma estructural que, a estas alturas, parece haber perdido su ventana de oportunidad.
Desde el mismo Gobierno se había asegurado que la iniciativa llegaría después del primer trimestre. Lo dijeron el director de Presupuesto, Jairo Bautista; el ministro de Hacienda, Ricardo Bonilla; y el encargado de la DIAN, Luis Llinás. Sin embargo, el tiempo pasó y los borradores no se concretaron. Hoy, a menos de dos meses del cierre legislativo, el margen de maniobra es casi inexistente: el trámite legislativo en comisiones económicas, necesario para un proyecto de esta magnitud, no es una tarea que se pueda improvisar ni apresurar.
A esto se suma un límite jurídico ineludible: el artículo 338 de la Constitución establece que cualquier modificación a impuestos de periodo solo podrá entrar en vigencia en el año fiscal siguiente. En otras palabras, si una nueva tributaria no se aprueba en las próximas semanas, el recaudo asociado no se podrá reflejar sino hasta el año 2026. Es decir, el Gobierno no solo perdería el tren legislativo, sino también el beneficio fiscal inmediato.
Andrés Felipe Velásquez, abogado tributarista y socio de la firma Velásquez Osorio, ha sido claro en señalar que cualquier propuesta que llegue después de junio tendría un efecto meramente simbólico en el presupuesto de 2025. Además, advierte que una ley de financiamiento que incluya temas impositivos requiere no solo aprobación política, sino precisión técnica, algo que no se consigue en medio del afán y la improvisación.
La demora ha generado inquietudes tanto en los sectores empresariales como en las bancadas del Congreso. Algunos interpretan la ausencia de una propuesta concreta como un cálculo político para evitar el desgaste que implicaría una nueva reforma tributaria en medio de un ambiente polarizado. Otros creen que es una muestra de descoordinación interna entre el Ejecutivo y sus equipos técnicos.
Sea cual sea la causa, lo cierto es que la oportunidad se está esfumando. Cada día que pasa sin que el Gobierno radique su reforma reduce las posibilidades de un debate serio, amplio y democrático sobre la sostenibilidad fiscal del país. El riesgo, además, es que se termine acudiendo a medidas transitorias o atajos jurídicos que no solucionan el problema estructural de fondo.
Colombia necesita una política tributaria moderna, progresiva y eficiente. Pero esa transformación no llegará sola, ni a última hora. El reloj avanza, y el tiempo, que siempre ha sido un factor político, hoy se convierte en el mayor obstáculo de un Gobierno que parece quedarse sin margen ni para recaudar, ni para reformar.