En la voz del alcalde Federico Gutiérrez volvió a sonar una cifra que ya se había pronunciado meses atrás: $91.000 millones destinados a intervenir los 82 puntos críticos del río Medellín. El anuncio, hecho esta semana en el foro Acción Climática organizado por El Colombiano, reavivó una pregunta que flota desde febrero: ¿esa inversión será suficiente para evitar que el río, que atraviesa el corazón del Valle de Aburrá, vuelva a salirse de su cauce y genere tragedias?
El ambicioso plan incluye la recuperación de más de 4.100 quebradas que alimentan los 56 afluentes del río principal, con un total de 1.888 kilómetros de red hídrica. También contempla medidas como la reforestación, mejoras en la calidad del agua y estrategias de economía circular. Sobre el papel, la propuesta apunta a una transformación integral del sistema hídrico de la ciudad. Pero la realidad, como suele pasar en Medellín, corre más rápido que los proyectos: las lluvias de abril —las más intensas en 14 años, según el Siata— ya provocaron desbordamientos en varios puntos de la cuenca.
Las emergencias recientes ponen en entredicho no sólo la suficiencia del presupuesto, sino también la oportunidad de su ejecución. Porque mientras el alcalde habla de visión a futuro, la ciudad lidia con un presente urgente: laderas impermeabilizadas, canales obstruidos y un sistema hídrico envejecido, poco preparado para absorber la fuerza de los nuevos patrones climáticos. No es solo un problema de dinero, sino de tiempo, voluntad y capacidad técnica.
Juan Fernando Salazar Villegas, investigador de la Universidad de Antioquia, advirtió que el río Medellín ha registrado caudales cercanos a los 500 metros cúbicos por segundo en puntos críticos como la zona universitaria, una cifra que equivale a la mitad del caudal promedio del imponente río Cauca en Hidroituango. Esta dimensión, que sorprende por su magnitud, revela lo que muchos expertos temen: que el río Medellín, en medio de eventos extremos, podría transformarse momentáneamente en un monstruo hidráulico, capaz de generar desastres impensables.
El riesgo no es una hipótesis lejana. Ya lo vimos en años anteriores y lo sentimos en la piel hace apenas unas semanas. Si bien los $91.000 millones son un paso, es claro que no alcanzan para contener la totalidad del problema. Como en otras áreas de la ciudad, el reto va más allá del presupuesto: implica rediseñar el modelo urbano, limitar el avance sobre las laderas, y repensar la relación que Medellín ha construido con su sistema hídrico, que muchas veces ha sido tratado más como canal de desechos que como eje de vida.
Gutiérrez ha planteado que este plan busca ir más allá de lo que logró el extinto Instituto Mi Río, una entidad que durante décadas lideró procesos de recuperación ambiental, con luces y sombras. Sin embargo, si esta nueva apuesta no logra traducirse en intervenciones sostenidas, medibles y socialmente integradas, podría convertirse en otra promesa frustrada. Porque el río no espera diagnósticos ni mesas técnicas: actúa, y lo hace con la fuerza brutal del agua desbordada.
Medellín necesita entender que el cambio climático no es una amenaza futura, sino una emergencia presente. La plata anunciada puede ser un inicio, pero no será suficiente si no va acompañada de voluntad política constante, vigilancia ciudadana, participación de las comunidades ribereñas y decisiones estructurales. La resiliencia de una ciudad no se mide solo en cifras, sino en su capacidad de anticiparse a la crisis antes de que llegue con fuerza irrefrenable. El río Medellín ya nos avisó; la pregunta es si esta vez escucharemos.