En las entrañas de Medellín, ciudad que late con el ritmo frenético de una urbe que se rehace a sí misma cada día, se esconde una cifra que habla de las ausencias. En lo corrido de este año, se han reportado 297 casos de personas desaparecidas. De ellos, 222 han tenido un desenlace esperanzador: fueron halladas con vida. Trece no corrieron con la misma suerte y sus nombres ahora habitan el luto. Aún hay 62 casos que siguen en la incertidumbre, en ese limbo angustiante donde solo se sostiene la fe y la insistencia de los que buscan.
Las desapariciones, aunque diversas en su origen, tienen un elemento común: el dolor. No hay desaparición menor, no hay angustia que se mida en estadísticas sin que se vuelva injusta. Y lo saben bien las autoridades locales que, desde la Secretaría de Paz y Derechos Humanos, insisten en romper mitos peligrosos. Carlos Arcila, su titular, fue enfático en desmentir una creencia tan arraigada como equivocada: no hay que esperar 72 horas para reportar una desaparición. Actuar de inmediato es crucial, y esa inmediatez puede marcar la diferencia entre el reencuentro y la tragedia.
La ruta de búsqueda, esa estructura que articula el Estado con la esperanza, ha sido activada en cada uno de los 297 casos. Y con más del 75% de efectividad, la ciudad puede decir que ha logrado mirar de frente una realidad que durante décadas se ha querido ignorar o silenciar. En palabras del propio Arcila, se ha establecido una mesa de trabajo donde se coordinan esfuerzos y se le da rostro a los desaparecidos. Porque solo así, visibilizando el problema, se le puede hacer frente.
Pero no se trata solo de cifras ni de porcentajes. Detrás de cada reporte hay una historia suspendida, una familia que espera, una voz que se apaga entre lágrimas y preguntas sin respuesta. Por eso, el acompañamiento institucional no puede ser solo técnico o burocrático. El Distrito ofrece no solo asesoría jurídica desde el momento en que se recibe un caso, sino también acompañamiento psicosocial, porque el duelo de la incertidumbre también enferma.
Esta semana, que en el calendario está marcada como la Semana del Detenido Desaparecido, llega como un recordatorio incómodo, pero necesario. Medellín no es ajena a esta realidad que, por décadas, fue herencia del conflicto armado, de estructuras criminales, de silencios institucionales. Hoy, aunque no se ha erradicado la desaparición, al menos se le enfrenta con nombre y apellido, con rostro humano, y no solo desde las frías oficinas.
Hay que decirlo con claridad: cada esfuerzo por encontrar a una persona desaparecida es también una declaración de principios. Es la afirmación de que la vida importa, que la ausencia no es normal, que las instituciones tienen el deber de buscar, de proteger, de devolver a casa a quienes se extravían o son arrebatados. Y que esa tarea no admite treguas ni excusas.
Medellín, ciudad resiliente por excelencia, también se reinventa en esta lucha silenciosa. En medio de las noticias del día a día, estas cifras son una invitación a mirar más allá del titular. A entender que la desaparición no es solo un número, sino un país herido que aún busca a los suyos. Y que mientras haya una sola familia esperando, la búsqueda no puede detenerse.