El presidente Gustavo Petro ha encendido una nueva chispa en el complejo entramado de la diplomacia colombo-estadounidense. El pasado 23 de mayo, mediante la resolución 158, suspendió la extradición de Gabriel Yepes Mejía, alias “HH”, comandante del Frente Comuneros del Sur, una facción disidente del ELN. La decisión, tomada en el marco de su ambiciosa política de “paz total”, ha sido recibida con escepticismo en Washington y con expectativa en los territorios golpeados por el conflicto armado.
Se trata de una jugada sin precedentes: por primera vez en este gobierno se detiene un proceso de extradición con el argumento de proteger avances concretos en una mesa de diálogo. “HH”, requerido por delitos asociados al narcotráfico, ha sido señalado como una figura clave dentro del grupo armado que, apenas en abril, entregó más de 500 artefactos explosivos al Ejército Nacional. Para el Gobierno, ese acto simbólico valida su decisión de priorizar el desarme sobre la entrega judicial del cabecilla.
La medida no solo pone a prueba el andamiaje de la política de paz, sino que también reconfigura las coordenadas de la cooperación judicial con Estados Unidos, uno de los pilares históricos de la relación bilateral. Si bien desde la Casa Blanca aún no hay una reacción oficial, el precedente podría encender alarmas en los sectores más conservadores del Congreso estadounidense, que han sostenido durante décadas el régimen de extradición como herramienta central en la lucha contra el narcotráfico.
Este nuevo pulso entre Bogotá y Washington se produce en un momento delicado. Las tensiones ya venían acumulándose por las diferencias en temas como el manejo de los cultivos ilícitos, la presencia militar estadounidense en el país y las declaraciones del presidente Petro sobre la geopolítica internacional. Ahora, con la extradición en pausa, el margen de maniobra diplomática se estrecha y se exige una capacidad mayor de explicación política por parte del Ejecutivo colombiano.
Pero más allá del frente externo, el debate también arde en casa. Para los defensores de la política de paz total, esta suspensión representa una señal de compromiso real con la desactivación del conflicto armado, especialmente en regiones como Nariño, donde los Comuneros del Sur tienen presencia activa. Aseguran que extraditar a un líder clave sería dinamitar el frágil proceso de confianza entre el Gobierno y esa estructura ilegal.
Los críticos, sin embargo, advierten que esta decisión podría abrir la puerta a la impunidad y dar señales equivocadas a otros actores armados: que entregar unas cuantas armas bastará para frenar sus cuentas pendientes con la justicia internacional. Temen además que esta flexibilidad termine siendo utilizada como moneda de cambio por grupos que, tras una fachada de negociación, continúan lucrándose del narcotráfico, la minería ilegal y la extorsión.
Lo cierto es que el Gobierno ha apostado fuerte. Está dispuesto a arriesgar capital diplomático si eso implica ganar terreno en la búsqueda de una paz territorial y duradera. La suspensión no es definitiva, pero sí condicionada a resultados “verificables y concretos”. En otras palabras: si “HH” no cumple con lo prometido, la extradición podría reactivarse. El dilema, entonces, es confiar o no en la voluntad de desmovilización de un hombre que ha hecho del crimen su método de subsistencia.
Por ahora, el tablero internacional aguarda. Colombia ha enviado una señal clara: la paz está por encima de la extradición. Pero el mensaje, aunque audaz, no garantiza el entendimiento. En el equilibrio entre justicia, verdad y reconciliación, se juega no solo la credibilidad del Gobierno, sino también la ruta que el país quiere tomar frente a sus viejos fantasmas.