Donald Trump, el hombre que convirtió los aranceles en bandera política y símbolo de su retórica nacionalista, está dando marcha atrás. El exmandatario —y hoy principal aspirante republicano a la Casa Blanca— comienza a matizar un discurso que durante años pareció inamovible: castigar a China con tarifas históricas era, en su visión, defender la soberanía industrial de Estados Unidos. Pero a medida que las consecuencias económicas se consolidan, incluso en el corazón rural de su electorado, Trump parece estar comprendiendo que no todo se puede resolver con barreras.
Desde 2018, cuando estalló la guerra comercial entre Washington y Pekín, el mundo ha sido testigo de una nueva forma de diplomacia: la del castigo económico cruzado. Arancel tras arancel, ambos países se enfrascaron en un duelo que no solo encarece bienes y servicios, sino que fracturó cadenas globales de valor. Hoy, los efectos de ese pulso siguen presentes: inflación en productos básicos, exportaciones estancadas y una tensión constante entre eficiencia económica y estrategia geopolítica.
En su momento más álgido, la administración Trump impuso tarifas de hasta el 145% a ciertos productos chinos, justificando la medida como una defensa frente al presunto robo de propiedad intelectual y prácticas desleales. China no se quedó atrás y respondió con aranceles que alcanzaron el 125%. Pero lo que se vendió como una ofensiva para proteger empleos estadounidenses terminó afectando directamente al campo, a las manufacturas intermedias y, por supuesto, al consumidor.
Paradójicamente, los más golpeados fueron los mismos votantes que en 2016 catapultaron a Trump al poder. En los estados agrícolas del medio oeste, los productores de soya, maíz y carne vieron cómo su acceso al mercado chino se reducía drásticamente. Los subsidios del gobierno intentan amortiguar el golpe, pero no evitaron la pérdida de competitividad. A la par, los precios al consumidor subieron, especialmente en electrodomésticos, herramientas y bienes de consumo masivo.
La pregunta que ahora ronda los pasillos de la política económica en Washington es clara: ¿se equivocó Trump? Más allá del juicio electoral, lo cierto es que su viraje retórico sugiere una lectura pragmática. En los últimos meses, ha empezado a moderar su lenguaje, insinuando que podrían realizarse algunas medidas si retornara a la presidencia. El tono bélico ha sido reemplazado por uno más ambiguo, casi negociador, en una señal de que las consecuencias políticas de los aranceles pueden ser tan costosas como las económicas.
Pero no se trata solo de una rectificación. Trump también ha entendido que el escenario económico ha cambiado. China ya no es sólo la fábrica del mundo; es un competidor directo en innovación, infraestructura y energía limpia. Mientras Estados Unidos insiste en levantar muros comerciales, Pekín diversifica mercados, consolida rutas con América Latina, África y Asia, y desarrolla tecnología con sello propio.
Analistas como Andrés Castellanos, de la Universidad del Norte, lo explican con claridad: esto ya no es un simple enfrentamiento de tarifas. Es un choque de visiones. Mientras Trump sigue apostando al proteccionismo como herramienta electoral, China juega a largo plazo, aprovechando cada fisura del orden global para posicionarse como potencia estructural. En ese ajedrez, cada arancel es una jugada arriesgada que puede terminar por volverse contra quien la ejecuta.
Así, Trump enfrenta el dilema de muchos líderes populistas: cuando la retórica choca con la realidad. Y aunque aún conserva una base sólida que aplaude su discurso confrontacional, también carga con las consecuencias de decisiones que, como los aranceles, terminan pesando más en el bolsillo del votante que en la balanza comercial.