En medio de un contexto global cada vez más frágil, el Banco Mundial ha actualizado sus proyecciones económicas y, con ello, ha lanzado un mensaje claro: el crecimiento será más lento de lo esperado. Colombia, como buena parte de las economías emergentes, no escapa a esta tendencia. La institución multilateral redujo su estimación de crecimiento para el país en 2025 del 3% al 2,4%, una señal de advertencia que no debe pasar desapercibida ni para los hacedores de política ni para la ciudadanía.
El ajuste de seis décimas porcentuales no solo refleja una revisión técnica. Es también el espejo de una economía que, aunque muestra signos de resistencia, empieza a sentir los efectos acumulados de un entorno externo hostil: tensiones geopolíticas, guerras comerciales, inflación persistente y tasas de interés elevadas en las economías desarrolladas. Todo ello ha desatado una tormenta perfecta de incertidumbre que golpea con mayor fuerza a los países que, como Colombia, dependen del capital extranjero y de los mercados internacionales.
La desaceleración proyectada no es exclusiva de Colombia. El propio Fondo Monetario Internacional (FMI) también ajustó su pronóstico para el país a la misma cifra del 2,4% para este año, lo que da cuenta de un consenso entre los organismos multilaterales sobre el comportamiento de la economía nacional. Más allá de las cifras, la lectura entre líneas es clara: los vientos de cola que impulsaron el crecimiento tras la pandemia se han desvanecido y ahora toca navegar contra corriente.
Las previsiones del Banco Mundial para los años siguientes —2,7% en 2026 y 2,9% en 2027— si bien muestran una leve recuperación, dejan entrever que Colombia tardará en recuperar su dinamismo económico. Este panorama plantea un desafío serio: sostener el gasto social, mejorar los indicadores de empleo y continuar con las reformas estructurales en medio de una economía que crecerá a un ritmo más pausado de lo esperado.
La pregunta que surge es cómo se responderá desde el Estado. ¿Se ajustará el gasto a la nueva realidad? ¿Se fortalecerán los programas de inversión pública como palanca contracíclica? ¿O se optará por medidas de choque que, aunque populares en el corto plazo, pueden ahondar los desequilibrios fiscales en el mediano? Son interrogantes que exigirán respuestas concretas por parte del Gobierno Nacional, que no puede escudarse solo en factores externos.
También será clave el papel del sector privado, especialmente en la generación de empleo y en la confianza inversora. La incertidumbre sobre las reglas de juego, las reformas pendientes y la percepción de inestabilidad política siguen siendo frenos para la inversión. Una economía más lenta no admite improvisaciones ni discursos vacíos: necesita consensos, certezas y decisiones bien pensadas.
En este contexto, resulta esencial repensar el modelo de desarrollo colombiano. La dependencia de materias primas y la limitada diversificación productiva hacen que el país sea especialmente vulnerable a las turbulencias globales. Apostarle a la innovación, al fortalecimiento del mercado interno y a una transición energética inteligente puede ser la salida en un escenario donde crecer será más difícil y más lento.
Mientras el mundo se acomoda a una nueva normalidad económica, Colombia deberá demostrar que está lista no solo para resistir los embates, sino también para encontrar oportunidades en la adversidad. La prudencia fiscal, el diálogo entre sectores y una visión de largo plazo serán, ahora más que nunca, los pilares de una economía que busca no resignarse, sino reinventarse.