En una alocución de tono grave pero firme, el presidente Gustavo Petro se dirigió al país este 21 de abril para alertar sobre la expansión de la fiebre amarilla, enfermedad que ha encendido las alarmas en varias regiones del país. La situación llevó al Gobierno a declarar la emergencia sanitaria, una decisión que, aunque esperada por los expertos en salud pública, marca un punto de inflexión en la gestión estatal de las epidemias. Petro estuvo acompañado por el ministro de Salud, Guillermo Alfonso Jaramillo, y por Diana Marcela Pava, directora del Instituto Nacional de Salud, quienes delinearon el alcance del brote y las medidas proyectadas.
El mandatario no se limitó a presentar cifras. Con su estilo ya característico, hizo duras críticas al hecho de que sus consejos de ministros no se hayan podido transmitir por televisión, insinuando que en momentos de crisis es imperativo que la ciudadanía tenga acceso directo a la información. Más allá de la forma, el fondo del mensaje fue claro: se necesita una intervención rápida, contundente y, sobre todo, bien financiada.
El plan nacional para contener el brote contempla la adquisición de entre 13 y 14 millones de vacunas, así como la logística necesaria para su distribución prioritaria en las zonas de mayor riesgo. El costo estimado de esta estrategia oscila entre los $600 mil millones y $1 billón de pesos, un monto considerable que ha generado preocupación en sectores que temen ver comprometidos otros frentes de inversión pública. Sin embargo, Petro fue enfático al proponer que dichos recursos saldrán de las concesiones viales de cuarta y quinta generación (4G y 5G), sugiriendo un reordenamiento temporal de prioridades.
“No se trata de frenar el desarrollo, sino de garantizar la vida”, declaró el presidente en un pasaje que resume su visión sobre la relación entre infraestructura y salud pública. Según fuentes del Ministerio de Hacienda, la redistribución de estos fondos no implicará la suspensión de las obras, sino su aplazamiento, mientras se atiende la coyuntura sanitaria. La propuesta, aunque lógica desde una perspectiva humanitaria, seguramente abrirá un debate político sobre el modelo de inversión nacional.
En diálogo con los medios, el ministro de Salud descartó una vacunación masiva en centros urbanos como Bogotá o Medellín, afirmando que “no tiene sentido aplicar una estrategia de inmunización homogénea en un país con focos muy localizados de contagio”. Esto se traduce en un plan escalonado, territorializado, que prioriza municipios cercanos a selvas tropicales y zonas con antecedentes epidémicos de fiebre amarilla.
En paralelo, el Ministerio de Defensa anunció que la vacunación será obligatoria para militares y policías, una medida preventiva ante la constante movilidad de estos cuerpos en zonas de riesgo. Mientras tanto, el Gobierno no exigirá carné de vacunación a los viajeros que ingresen al país, pero sí recomendará la inmunización a quienes se desplacen a áreas de alto riesgo. Esta decisión busca equilibrar la bioseguridad con la reactivación turística y comercial.
La emergencia sanitaria, más allá de ser un asunto médico, pone a prueba la capacidad del Estado para coordinar sectores diversos y responder con agilidad. Esta coyuntura, aunque adversa, podría abrir la puerta a una reflexión más profunda sobre el modelo de salud pública en Colombia, y sobre cómo este se articula —o no— con los objetivos de desarrollo económico.
De momento, el reloj corre. Las vacunas aún deben llegar, las brigadas movilizarse y la pedagogía sanitaria intensificarse. La fiebre amarilla no distingue entre fronteras políticas ni afiliaciones partidistas. En tiempos como este, el verdadero liderazgo se mide no solo por las decisiones que se toman, sino por la claridad y coherencia con que se comunican. Y aunque la respuesta oficial ha comenzado, el juicio final determinará la eficacia de las acciones en el terreno.