En el tablero internacional, donde cada movimiento económico de las grandes potencias resuena como un eco que golpea las economías emergentes, Colombia vuelve a enfrentar un escenario en el que el crecimiento está atado a variables externas difíciles de controlar. La reciente escalada arancelaria impulsada desde Washington —ahora liderada nuevamente por Donald Trump— ha encendido las alarmas. No sólo por sus efectos inmediatos sobre los flujos comerciales globales, sino por el potencial enfriamiento de economías interdependientes como la colombiana.
Según Corficolombiana, el inicio de 2025 había mostrado señales alentadoras: un consumo interno que presentaba, una inversión privada que comenzaba a reactivarse y exportaciones no tradicionales con mejor comportamiento. Sin embargo, esas buenas noticias ahora se ven empañadas por una creciente sombra: la guerra comercial. Y aunque la administración estadounidense ofreció una tregua de 90 días, manteniendo aranceles en un mínimo del 10 %, el mensaje de fondo es claro: la tensión comercial está lejos de disiparse.
China, el otro gigante del conflicto, respondió con igual o mayor severidad. Con aumentos arancelarios que superan el 120 %, Pekín dejó en claro que no está dispuesta a ceder terreno sin dar pelea. Y mientras estos dos titanes se enfrentan en una lucha de poder revestida de tecnicismos comerciales, el resto del mundo —Colombia incluida— observa con preocupación cómo se desdibujan los caminos de certidumbre y se esfuman las proyecciones optimistas.
En medio de ese panorama, Colombia ha iniciado acercamientos con la administración estadounidense, radicado una solicitud formal para iniciar conversaciones que permitan suavizar o incluso eliminar los aranceles del 10 % que afectan a nuestras exportaciones. La apuesta, aunque diplomáticamente necesaria, enfrenta múltiples desafíos: desde las prioridades internas de EE. UU., centradas en la protección de su industria, hasta la creciente presión electoral que empuja a los líderes a cerrar filas sobre sus economías.
El impacto no es menor. Sectores clave para el país, como el agroindustrial, el textil, y ciertas ramas manufactureras, pueden ver comprometida su competitividad en mercados que hoy representan un porcentaje significativo de nuestras ventas externas. Y si a esto se le suma una posible desaceleración global, el golpe podría extenderse al empleo, la inversión extranjera y al ya frágil equilibrio fiscal.
Más allá de las cifras, el dilema es estructural: ¿cómo puede una economía como la colombiana blindarse frente a los vaivenes de las potencias? La diversificación de mercados, la apuesta por la innovación y el fortalecimiento del mercado interno vuelven a aparecer como recetas inevitables. Pero ninguna de ellas se ejecuta de la noche a la mañana, y mucho menos sin consensos políticos que hoy parecen escasear.
La historia enseña que los países que sobreviven a las tormentas económicas no son necesariamente los más grandes, sino los más ágiles. En ese sentido, Colombia tiene ante sí la oportunidad —o la obligación— de repensar su estrategia comercial con visión de largo plazo, sin depender en exceso de un solo socio, por poderoso que sea. Y aunque las negociaciones que vienen pueden dar un respiro temporal, lo esencial será no repetir los errores del pasado: la confianza ciega en mercados que pueden cerrarse en un solo tuit.
Mientras tanto, los ojos del país estarán puestos en esas mesas de negociación. Porque, en este nuevo orden mundial, cada arancel no es sólo una cifra más en una tabla de Excel: es una decisión política con impactos reales sobre el futuro de millones de colombianos.