Carlos Ramón González: el exfuncionario que intenta escapar del vendaval de la UNGRD

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El escándalo que remece las estructuras de poder en Colombia sigue sumando nombres, giros dramáticos y, ahora, movimientos sospechosos de bienes. En el centro de esta tormenta está Carlos Ramón González Merchán, exdirector del DAPRE y exjefe de la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI), quien en medio del desplome ético de la UNGRD no solo decidió abandonar el país en silencio, sino que comenzó a reorganizar su fortuna familiar con una precisión quirúrgica que hoy levanta más de una ceja en la Fiscalía.

En cuestión de semanas, González vendió propiedades millonarias a familiares cercanos, transfirió inmuebles y disolvió sociedades, justo antes de que la Fiscalía General de la Nación ordenara rastrear los bienes y movimientos financieros de los principales implicados en la trama de corrupción de la UNGRD. Esta conducta, aunque no es en sí misma una prueba concluyente, sí es indicio revelador de que el exfuncionario sabía lo que venía: su nombre figura en múltiples folios del expediente y los testigos ya lo señalan como uno de los artífices del desfalco.

El caso de González representa un punto de inflexión en el escándalo. Si hasta hace unas semanas la indignación pública se centraba en los congresistas capturados, como Iván Name y Andrés Calle, ahora la atención se dirige al círculo más cercano del presidente Gustavo Petro. González, uno de sus hombres de confianza, fue parte del engranaje estratégico del Gobierno y su caída erosiona la narrativa oficial de una administración ajena a estas prácticas corruptas. El blindaje político que lo protegía parece haber colapsado.

A pesar de que su defensa sostiene que González se encuentra “de vacaciones” y no ha eludido a la justicia, la versión pierde fuerza con cada nueva revelación. Medios internacionales confirmaron que está tramitando asilo político en Costa Rica, una jugada que, en el mejor de los casos, sugiere un intento por ganar tiempo. En el peor, es un intento deliberado de evadir la acción de la justicia colombiana. Su abogado afirma que no hay orden de captura ni imputación formal, pero la Fiscalía ya inició los trámites para congelar sus bienes y solicitar su comparecencia.

El argumento del asilo por persecución política se tambalea, sobre todo porque quienes hoy lo señalan no son enemigos ideológicos ni opositores recalcitrantes, sino antiguos aliados del mismo proyecto de Gobierno. Entre ellos, la exconsejera presidencial Sandra Ortiz, ahora convertida en testigo estrella del proceso, y quien ha vinculado a González en los procedimientos irregulares para desviar recursos destinados a atender desastres naturales. Su palabra, hoy bajo juramento, se suma al testimonio de exfuncionarios de la UNGRD que describen con detalle cómo operaba la red.

La reacción en el Congreso no se ha hecho esperar. Las capturas y confesiones han sembrado una atmósfera de temor en varios sectores políticos, donde algunos parlamentarios han optado por guardar silencio o incluso retirarse temporalmente de la vida pública. En los pasillos del Capitolio, el nombre de Carlos Ramón González resuena con fuerza como símbolo de la línea que se cruzó: ya no se trata solo de corrupción administrativa, sino de la instrumentalización del Estado para fines personales y clientelistas.

En medio de este panorama sombrío, la Casa de Nariño ha guardado un prudente silencio. El presidente Petro, hasta ahora, no se ha pronunciado directamente sobre el caso González, lo que deja un vacío inquietante. ¿Será este un punto de quiebre en su mandato? ¿Podrá desligarse de la responsabilidad política que implica tener a su alrededor a figuras que hoy son centro de investigaciones penales? Las respuestas serán tan determinantes como los fallos que emitan los jueces.

Mientras tanto, el país asiste a un nuevo capítulo en una historia que ya parece guionada por la impunidad y la desconfianza. Un exdirector de inteligencia que mueve su fortuna en secreto y pide refugio en otro país, mientras la justicia intenta alcanzarlo. Un Gobierno que se tambalea entre la defensa del legado y la vergüenza de lo que se filtra desde sus entrañas. Y una ciudadanía que, una vez más, debe enfrentarse a la pregunta amarga de si algún día la ética volverá a tener asiento en el poder.