Antioquia, entre la coca y el clamor por soluciones estructurales

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Antioquia, cuna de pujanza y tradición cafetera, atraviesa uno de los momentos más críticos de su historia reciente: sus campos, otrora sembrados de maíz, fríjol y caña, hoy están invadidos por cultivos ilícitos. Con más de 18.700 hectáreas dedicadas al cultivo de coca, el departamento no solo rompe su propio récord, sino que se posiciona peligrosamente entre los principales aportantes de esta problemática a nivel nacional. Las cifras, reveladas por la Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito (UNODC), encienden alarmas no solo en los pasillos de la Gobernación, sino también en los comandos militares y policiales del país.

Este repunte del 16,19% frente al año anterior no es una simple variación estadística: es un síntoma de una enfermedad más profunda. Las regiones más golpeadas —Norte, Nordeste y Bajo Cauca— coinciden con los territorios donde la violencia ha recrudecido. Allí, el control territorial es disputado entre estructuras armadas ilegales que hallan en la cocaína una fuente inagotable de recursos para sostener su guerra y sembrar el miedo entre comunidades abandonadas por el Estado.

El gobernador Andrés Julián Rendón ha sido enfático: este incremento no puede enfrentarse con paños de agua tibia. En un reciente consejo de seguridad, propuso abiertamente retomar las aspersiones aéreas como una herramienta para frenar el avance de los cultivos. Una medida que, si bien polémica, evidencia el nivel de desesperación de las autoridades regionales ante lo que califican como una pérdida del control institucional en zonas rurales.

No obstante, esta alternativa revive una discusión que el país no ha logrado saldar: ¿puede la guerra química contra la coca reemplazar una verdadera política de desarrollo rural? Durante años, comunidades campesinas han denunciado que la erradicación forzada —sea manual o aérea— no va acompañada de vías, educación ni mercados para los productos lícitos. Así, tras cada erradicación, los cultivos renacen como el ave fénix, alimentados por la necesidad y la desconfianza en las promesas gubernamentales.

El caso de Antioquia también refleja un fenómeno preocupante: la mutación de las economías criminales. A diferencia de otras regiones del país donde la coca ha estado históricamente presente, en este departamento los cultivos se han desplazado hacia nuevas zonas, muchas de ellas con presencia incipiente del Estado. El crimen organizado, versátil y despiadado, se ha infiltrado allí donde la institucionalidad vacila.

Medellín, epicentro económico del departamento, no es ajeno a este panorama. La coca cultivada en las montañas del Nordeste o en los valles del Bajo Cauca termina irrigando las finanzas ilegales de estructuras que operan en la capital antioqueña, fortaleciendo redes de microtráfico, lavado de activos y corrupción. La desconexión entre campo y ciudad ya no es un pretexto válido para ignorar las implicaciones urbanas de esta bonanza criminal.

El reto, entonces, es integral. Más allá de las cifras y los reclamos, Antioquia necesita una intervención multidimensional que articule seguridad, justicia y desarrollo. Retomar las aspersiones sin reconstruir el tejido social y económico en los territorios sería como echarle agua a un incendio sin cerrar la llave del gas. El Gobierno Nacional debe asumir esta crisis como una prioridad de Estado, más aún cuando lo que está en juego no es solo el control de un cultivo, sino el futuro mismo de comunidades enteras.

Porque en el corazón verde de Colombia, donde alguna vez floreció la esperanza, hoy se alza la amarga cosecha de la coca. Y mientras los campesinos siembran bajo amenaza, los violentos cosechan impunidad. El momento de actuar es ahora. No con discursos, sino con decisiones valientes y estructurales. Porque Antioquia no puede, ni debe, seguir nadando en coca.