El regreso de Lyan José Hortúa a los brazos de su familia, tras dieciocho días de angustia y silencio, debería haber sido motivo de celebración nacional. Pero el trasfondo que rodea su liberación es, en cambio, un duro espejo de las falencias estructurales de un Estado que, aún en pleno 2025, continúa cediendo terreno ante los grupos armados ilegales. La confirmación, por parte de la familia del menor, de que fue necesario pagar un rescate para recuperarlo, no solo sacude la opinión pública, sino que también levanta un dedo acusador contra las instituciones encargadas de garantizar la seguridad de los ciudadanos.
Según testimonios ofrecidos por el padrastro y el tío del menor a medios radiales, fueron funcionarios estatales quienes les sugirieron —con la crudeza de quien se sabe impotente— que lo mejor era pagar. En otras palabras, el Estado, ante su evidente incapacidad de actuar, propuso como salida el mismo mecanismo que alimenta la maquinaria criminal: el dinero. Este consejo, más que una recomendación, suena a claudicación.
Resulta especialmente inquietante que quienes confían en la justicia y las instituciones deban recurrir a vías ilegales para salvar a un ser querido. La familia de Lyan insiste en que no tiene vínculos con el narcotráfico ni con conflictos delictivos. Son ciudadanos comunes, víctimas del azar macabro de la violencia. Y aun así, debieron asumir el costo emocional, físico y financiero de una operación que debió estar en manos del Estado.
El caso de Lyan revela una verdad incómoda: en vastas regiones del país, la ley no la dicta el Estado, sino los grupos armados. Las disidencias de las FARC, sindicadas como autoras del secuestro, no solo ejecutaron el crimen, sino que dictaron las condiciones de la negociación. Y, lo más grave, el Estado observó desde la barrera. No intervino con fuerza. No rescató. Solo sugirió, resignado, que se pagará el precio.
Que haya sido una prima de la familia —valiente y decidida— la que enfrentó a los captores y negoció el rescate es una muestra del tipo de heroísmo que en Colombia parece estar reservado a los civiles. Mientras tanto, el aparato institucional permanece inmóvil, burocrático, atado a procedimientos que, en la práctica, no logran prevenir ni resolver.
Más allá del drama familiar, el secuestro de Lyan pone sobre la mesa una pregunta de fondo: ¿hasta qué punto puede un país llamarse Estado si su ciudadanía no puede confiar en él para proteger lo más esencial, como la vida y la libertad de un niño? Esta no es una simple anécdota trágica; es una radiografía del abandono institucional que padecen cientos de comunidades en el país.
No se trata de señalar a un gobierno en particular, sino de desnudar una falla estructural que ha trascendido administraciones y discursos. La inoperancia frente al secuestro, al reclutamiento forzado y a la extorsión no es nueva. Lo que cambia, en cada caso, es el rostro de la víctima y la cifra del rescate. Lo que permanece es la impunidad, el silencio oficial y el miedo.
Lyan está de regreso, y eso es lo único que verdaderamente importa para su familia. Pero para Colombia entera, este episodio debe ser un llamado urgente a revisar el papel del Estado en los territorios y a replantear la política de seguridad y justicia. Porque cuando es el propio Estado el que aconseja financiar al crimen, la derrota no es solo moral: es estructural.