La escena fue tan simbólica como inquietante: desde el corazón de Barranquilla, en el Paseo Bolívar, y en medio del calor de una multitud convocada por el Gobierno, Alfredo Saade, pastor cristiano y figura controvertida del Pacto Histórico, tomó el micrófono para lanzar una de las proclamas más radicales que se hayan escuchado durante el mandato de Gustavo Petro. “Presidente, cierre el Congreso de la República. El pueblo está de acuerdo con que usted sea reelegido”, dijo con tono desafiante, mientras la multitud aplaudía.
La intervención no fue un hecho aislado ni un exabrupto espontáneo. Ocurrió durante un cabildo abierto promovido por el propio presidente, justo después del fracaso de su intento de consulta popular en el Congreso. Allí, entre arengas y carteles, el petrismo buscaba posicionar su narrativa tras la derrota parlamentaria. Pero lo que comenzó como un acto de respaldo popular, derivó en una inquietante señal de desprecio por la institucionalidad.
Alfredo Saade no es un personaje menor dentro del ecosistema político del Pacto Histórico. Aunque no ostenta cargo público, ha sido un vocero constante de las posturas más radicales del movimiento que llevó a Petro al poder. Su cercanía con el círculo presidencial y su visibilidad en eventos oficiales lo convierten en una figura que, aunque no siempre representativa, sí sintomatiza un sector del petrismo que coquetea con ideas autoritarias.
Las palabras de Saade resuenan como un eco incómodo de otros tiempos en América Latina, donde el discurso del “pueblo contra las élites” ha servido como pretexto para desmontar contrapesos democráticos. Pedir el cierre del Congreso y promover la reelección presidencial no son simples provocaciones: son ataques frontales al Estado de Derecho. Y lo más grave no es que alguien las diga, sino que lo haga en un evento avalado por el Gobierno, sin recibir un desmarque inmediato.
Hasta el momento, el presidente Petro no ha corregido ni comentado las declaraciones de su aliado. Su silencio, en este contexto, no es neutral. Alimenta la sospecha de que la propuesta de Saade —aunque jurídicamente inviable y políticamente tóxica— encuentra terreno fértil en el ala más populista del Ejecutivo. Un terreno donde la frustración con el Congreso se convierte en combustible para justificar aventuras institucionales.
El Congreso, con todos sus defectos, es parte esencial del sistema de pesos y contrapesos. Su desprestigio, agudizado por años de corrupción y clientelismo, no justifica su eliminación, sino su transformación. Lo contrario —cerrarlo y concentrar el poder en el Ejecutivo— implicaría una regresión democrática inaceptable. Las instituciones no se derriban con arengas, se reforman con liderazgo y responsabilidad.
Colombia ha caminado por senderos peligrosos antes. Y aunque el país ha demostrado una notable resiliencia institucional, no está blindado contra los impulsos caudillistas. Los cabildos populares pueden ser mecanismos legítimos de participación, pero no deben convertirse en plataformas para dinamitar la arquitectura republicana. Lo que se dijo en Barranquilla no puede tomarse a la ligera.
El país merece un presidente que escuche, pero también que sepa poner límites. Gustavo Petro tiene la responsabilidad histórica de demostrar que el cambio que prometió no es sinónimo de ruptura institucional. Porque cuando desde una tarima oficial se promueve el cierre del Congreso y la reelección indefinida, no solo se debilita la democracia: se empieza a coquetear con su ruina.