En un país acostumbrado a los sobresaltos, pocas cosas logran sacudir la opinión pública como una carta escrita a mano, sin mayor ornamento, pero cargada de acusaciones que, de ser ciertas, comprometen no solo la imagen, sino la estabilidad de una nación. La misiva de Álvaro Leyva Durán, excanciller del actual gobierno, enviada directamente al despacho presidencial y publicada en la madrugada —como se publican las verdades incómodas—, plantea una de las acusaciones más graves hechas a un jefe de Estado en ejercicio: el señalamiento directo de drogadicción.
Leyva, un viejo zorro de la política, curtido en negociaciones de paz y tormentas institucionales, no parece hablar desde el resentimiento personal, sino desde una preocupación más profunda: que el presidente Gustavo Petro estaría, según sus palabras, incapacitado para gobernar. “Presidente, está usted enfermo”, escribe sin rodeos, y da ejemplos concretos: desvanecimientos, desapariciones en visitas oficiales a Italia, Chile y China, comportamientos erráticos y, lo más delicado, la aparente indiferencia del entorno presidencial.
La carta no es nueva. Es, en realidad, una segunda entrega de lo que ya había comenzado a denunciar en París, cuando —según dice— descubrió que Petro no estaba bien. Aquella primera revelación pasó con escaso eco; esta, sin embargo, por su tono y momento, ha encendido alarmas. El silencio institucional frente a la salud física y mental del presidente, en cualquier democracia funcional, es un síntoma de descomposición. En Colombia, se normaliza.
El presidente Petro ha respondido, sí, pero no con claridad ni contundencia. En lugar de presentar pruebas médicas o someterse a una revisión transparente, ha optado por la ironía y las evasivas: primero dijo que estaba en museos de París, luego con su familia, después que se distrajo “viendo mujeres hermosas”. Estas respuestas, lejos de desmentir, alimentan la sospecha. La política moderna exige explicaciones técnicas, no ocurrencias de entrevista.
Que un canciller, parte del primer círculo de confianza, haga pública una carta con tales señalamientos no es un gesto menor. Leyva, quien ha pagado altos costos por su cercanía con Petro y su defensa de la paz total, no es un opositor más: es un hombre de Estado, y por tanto, su palabra pesa. Si miente, debe enfrentar las consecuencias jurídicas. Si dice la verdad, el país entero está en una peligrosa negación.
Más allá del morbo mediático o del interés partidista, el asunto central no es la vida privada del presidente. Es su capacidad de ejercer el cargo más alto del Estado. Si hay una adicción, debe tratarse. Si no la hay, debe aclararse con rigor. Pero permitir que la sospecha se instale sin respuesta es un lujo que Colombia no puede darse, menos aún en un momento de tanta polarización y fractura institucional.
En estos tiempos donde la transparencia se exige a gritos y los liderazgos deben estar a la altura de la historia, el país necesita más que un tuit o un desmentido sarcástico. Requiere altura, responsabilidad, y, sobre todo, respeto por la ciudadanía. El poder no otorga inmunidad frente a la verdad.
El eco de la carta de Leyva no morirá en redes sociales ni en el próximo titular. Se ha sembrado una duda que solo puede ser despejada con hechos, no con discursos. La pelota está en la cancha de la presidencia, y el tiempo para responder con seriedad se agota.