La imagen es tan simbólica como preocupante: senadores entre risas, aplausos y comentarios distendidos, mientras se levanta una sesión plenaria clave por fallas en el sistema de votación. Así terminó el más reciente intento del Congreso por avanzar en el debate del proyecto de transfuguismo político. La decisión de suspender la sesión hasta el próximo 6 de mayo retrata, más allá de la coyuntura técnica, una falta de voluntad política para afrontar uno de los temas más delicados de la democracia representativa: la lealtad partidista.
El transfuguismo —es decir, el salto de un político de un partido a otro— ha sido históricamente fuente de distorsión institucional. Su legalización, aunque regulada, plantea dilemas sobre la coherencia ideológica, la representación ciudadana y la estabilidad de los partidos. El proyecto que se discute permitiría cambiar de colectividad hasta un mes antes del cierre de inscripciones, sin que esto implique sanciones ni inhabilidades. Para sus defensores, es una medida de apertura democrática; para sus detractores, un cheque en blanco para la deslealtad política.
Lo cierto es que el ambiente legislativo no favorece su aprobación. El sexto debate se anuncia cuesta arriba, con varias bancadas declarando su voto negativo. Desde la oposición hasta sectores independientes, hay consenso en que esta figura puede abrir la puerta a prácticas oportunistas y debilitar aún más el ya frágil sistema de partidos. Sin embargo, la decisión de suspender el debate no respondió a argumentos de fondo, sino a una combinación de falta de quórum y presuntas fallas técnicas.
Presidida por el senador Josué Alirio Barrera, la mesa directiva optó por dar por terminada la sesión tras una serie de impedimentos votados a medias. Que esta decisión haya sido celebrada con sonrisas revela una desconexión preocupante entre la clase política y los asuntos de fondo que espera la ciudadanía. ¿Se está dilatando el debate por razones logísticas, o por el temor de enfrentar un tema que incomoda a muchos?
En tiempos de crisis de confianza institucional, lo que se espera del Congreso es responsabilidad, transparencia y coherencia. Pero episodios como este alimentan la narrativa del desgobierno legislativo: sesiones suspendidas, quórum artificial, decisiones que se posponen indefinidamente y proyectos que terminan naufragando por desinterés o conveniencia.
El transfuguismo, con sus matices, no es un asunto menor. Afecta directamente la relación entre electores y elegidos, el sentido de pertenencia partidaria y la legitimidad de las mayorías parlamentarias. No es simplemente una reforma técnica; es un espejo de la ética política en el país. Ignorar su debate o abordarlo con ligereza es una forma de perpetuar los vacíos de representatividad.
El Congreso tiene la responsabilidad de no legislar para intereses coyunturales, ni en función de calendarios electorales. Si el transfuguismo se va a discutir, debe hacerse con argumentos sólidos, consultas amplias y un mínimo de seriedad institucional. Lo contrario sería regalarle al electorado una nueva decepción envuelta en excusas tecnológicas y aplazamientos estratégicos.
De aquí al 6 de mayo, la pregunta sigue en pie: ¿tiene el Senado la voluntad de debatir de frente los límites del poder político, o seguirá dejando que decisiones de fondo se escondan entre fallas del sistema y sesiones sin contenido?