La última página de Mario Vargas Llosa

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En silencio, como si se despidiera a la manera de sus personajes más estoicos, Mario Vargas Llosa fue cremado este martes en Lima, cumpliendo así su última voluntad. La ceremonia fue íntima, alejada de los homenajes masivos y los discursos públicos, como si el Nobel peruano quisiera que su partida fuera un acto privado, más humano que histórico. En un país que lo amó y lo discutió con igual intensidad, su muerte ha marcado el cierre de una era literaria y política.

Rodeado únicamente de sus hijos y de algunos amigos cercanos, el autor de La ciudad y los perros y La guerra del fin del mundo dejó este mundo como vivió gran parte de su vida: con control sobre su narrativa. Que su despedida haya ocurrido lejos de multitudes no es sino un reflejo de una elección consciente, de un hombre que hasta el final quiso elegir el tono de su adiós. El cuerpo fue trasladado desde su casa en Barranco, su último refugio, hacia el crematorio, mientras afuera algunos admiradores se congregaban en señal de respeto.

Perú, y especialmente Arequipa —su ciudad natal—, han declarado duelo por su muerte. Pero más allá de los decretos oficiales, lo que está ocurriendo es una despedida continental. Vargas Llosa fue, sin duda, una de las voces más poderosas y controvertidas de la literatura hispanoamericana. Su nombre, junto a los de García Márquez, Cortázar y Fuentes, ayudó a redefinir la narrativa en español en el siglo XX, y a demostrar que desde América Latina se podía dialogar con el mundo en clave universal.

Su literatura, marcada por una prosa rigurosa y personajes moralmente complejos, fue tan vasta como su pensamiento político. Siempre se mantuvo en la línea de fuego del debate público: primero desde la izquierda, luego como un defensor férreo del liberalismo democrático. Fue aplaudido y criticado por igual, pero nunca ignorado. Vargas Llosa incomodó, y quizá por eso su obra sigue vigente, porque desafía, interroga y exige del lector una participación activa.

El gesto de su familia al mantener el duelo en la intimidad contrasta con la dimensión pública de su figura. No hubo cámara frente al féretro ni discursos en plazas. Solo la imagen serena de Álvaro y Gonzalo Vargas Llosa saliendo del crematorio, cada uno con una urna en las manos, ha trascendido como símbolo de esa despedida discreta. Horas antes, Álvaro agradecía los mensajes de afecto, pidiendo respeto por ese momento familiar. A veces, incluso los gigantes necesitan retirarse en voz baja.

Las reacciones no se han hecho esperar. Desde presidentes hasta colegas escritores, la muerte del Nobel ha sido lamentada como la pérdida de uno de los grandes cronistas de nuestra complejidad latinoamericana. Pedro Sánchez, presidente del Gobierno español, lo despidió como “maestro universal de la palabra”, recordando que su obra es clave para entender el presente. Desde la Real Academia Española hasta universidades en todo el mundo, el homenaje se ha dado desde la admiración.

Pero más allá de los premios, las controversias o los editoriales que hoy lo despiden, queda la obra. Ese monumento de palabras que levantó durante más de seis décadas y que, como toda gran literatura, no necesita del autor para seguir hablando. Quedan los militares de La ciudad y los perros, los fanáticos de La fiesta del chivo, los soñadores de El pez en el agua, los personajes de una América Latina que él retrató con crudeza y lucidez.

Mario Vargas Llosa ya no está, pero sigue escribiendo en cada lector que lo redescubre. Y acaso eso es lo más bello que puede decirse de un escritor: que muere una vez, pero resucita en cada página abierta. En ese milagro silencioso de la lectura, su voz seguirá encendida.