En la escena cuidadosamente calculada de la diplomacia que suele montar la Casa Blanca, el expresidente Donald Trump volvió a poner a Venezuela en el centro de su retórica durante una conversación con el presidente salvadoreño, Nayib Bukele. Sin titubeos ni filtros, lanzó una frase que, por dura y directa, resuena con la fuerza de quien aún se siente con el timón del poder: “Venezuela tiene un problema. No tienen dinero porque les cortaron el petróleo. Ellos saben qué hacer”. Una declaración que más que una anécdota diplomática, reabre el debate sobre las consecuencias geopolíticas de las sanciones y la fragilidad económica del país caribeño.
Trump, fiel a su estilo provocador, se jactó de haber sido el artífice de uno de los golpes más duros al régimen de Nicolás Maduro: el cerco petrolero. Lo hizo sin matices, casi con el tono de quien cuenta una victoria personal. Las sanciones impuestas durante su mandato, sumadas a las secundarias que todavía sobreviven al vaivén de la política estadounidense, han significado una asfixia para una economía que ya venía arrastrando años de crisis, mala gestión y aislamiento internacional.
En el mismo diálogo, al hablar de cómo las cárceles venezolanas habrían sido vaciadas —una acusación repetida sin pruebas contundentes por diversos actores políticos—, Trump aprovechó para subrayar un contraste: “el crimen bajó, pero el dinero también”. Una simplificación que ignora los matices de la violencia en Venezuela, la migración forzada de millones de ciudadanos y el desmantelamiento institucional que ha acompañado a la gestión de Maduro.
Lo que sí queda claro es que el petróleo sigue siendo el eje central de cualquier conversación sobre Venezuela. La reciente devolución de cargamentos de crudo por parte de Chevron, debido a las restricciones financieras impuestas desde Washington, vuelve a dejar en evidencia la fragilidad de los intentos de apertura económica en medio del embargo. Aunque la compañía cuenta con una licencia para operar hasta mayo, las limitaciones para concretar pagos reflejan lo enredado del panorama.
Desde Caracas, la vicepresidenta Delcy Rodríguez respondió con cautela, pero sin ceder terreno. Atribuyó la devolución a la “imposibilidad y restricciones” impuestas, aunque sin dar detalles precisos. El mensaje implícito es claro: Venezuela intenta resistir y adaptarse, comercializando su crudo por otros canales, aunque cada vez con menos margen de maniobra y sin poder acceder a los beneficios económicos completos de sus recursos naturales.
Las palabras de Trump, lejos de ser simples declaraciones, tienen un peso simbólico y estratégico. Más allá de su condición de expresidente, sigue marcando la agenda del Partido Republicano y consolidando una narrativa que equipara presión económica con control político. Al decir “ellos saben qué hacer”, sugiere que hay aún margen para negociar… pero bajo sus reglas.
Venezuela, por su parte, se mueve en un tablero donde cada jugada es medida con lupa. Las sanciones, que pretendían forzar una transición democrática, han tenido efectos colaterales profundos: han debilitado aún más la economía, empujado a miles al exilio y alimentado un sistema de supervivencia que se nutre del contrabando, el dólar informal y la opacidad.
En definitiva, lo dicho por Trump no solo es un recordatorio de su particular visión del poder, sino también una alerta sobre cómo, en la arena internacional, las crisis internas pueden ser instrumentalizadas al servicio de discursos de fuerza. Venezuela, una vez más, es el tablero en el que otros juegan su partida.