Ecuador: la victoria de Noboa y el ruido poselectoral

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La noche electoral en Ecuador, que debía marcar el cierre de un ciclo y el inicio sereno de otro, terminó ensombrecida por una acusación que dejó perpleja a buena parte del país. Daniel Noboa, presidente en funciones y ahora oficialmente reelecto, se impuso en las urnas con una diferencia clara: más de once puntos porcentuales sobre su rival, la candidata del correísmo, Luisa González. Sin embargo, la reacción de la derrotada ha abierto una nueva grieta en la ya frágil institucionalidad democrática del país andino.

Con el 55,85 % de los votos, Noboa no solo logró una victoria técnica, sino también simbólica: se convirtió en el segundo presidente reelegido en Ecuador desde el retorno de la democracia. La diferencia, superior a un millón de sufragios, fue suficiente para que el Consejo Nacional Electoral (CNE) hablara de resultados “irreversibles y transparentes”. Para muchos, una jornada electoral que transcurrió sin mayores sobresaltos debía cerrar con un mensaje de unidad. Pero la narrativa poselectoral tomó otro rumbo.

Luisa González, cabeza visible del Movimiento Revolución Ciudadana y heredera directa del legado político de Rafael Correa, se negó a reconocer los resultados oficiales. “El peor y más grotesco fraude electoral de la historia”, denunció desde una tarima ante sus seguidores. Su discurso fue vehemente, apeló a la indignación popular y prometió un pedido formal para el reconteo de votos. Su tesis: una maquinaria invisible habría distorsionado la voluntad popular.

Las palabras de González encendieron alarmas en una región donde las instituciones democráticas muchas veces se ven puestas a prueba no en las urnas, sino después de ellas. Su negativa a aceptar los resultados trae ecos recientes de otros países donde el desconocimiento del resultado ha derivado en crisis políticas, protestas callejeras y prolongadas parálisis gubernamentales. En este caso, aún es pronto para saber si su llamado tendrá eco más allá de sus bases.

Frente a esta reacción, Daniel Noboa optó por una respuesta sobria pero firme. “Me parece penoso”, declaró, al referirse a la actitud de su contrincante. Y añadió: “Los ecuatorianos ya se pronunciaron y hay que trabajar desde mañana”. Su mensaje fue, a la vez, una reivindicación de su victoria y un intento por pasar la página de inmediato. Una apuesta por la gobernabilidad que deberá demostrar con hechos ante un país que aún lidia con la inseguridad, el desempleo y la fractura social.

Noboa sabe que su nuevo mandato no se construirá solo con la legitimidad de los números, sino con la capacidad de sumar consensos y aislar los extremismos. Su reto no es menor: gobernar un país crispado, donde la polarización ha dejado poco espacio para los matices. Su perfil tecnocrático, su juventud, y su mensaje de renovación necesitarán traducirse en gestión, resultados y puentes políticos.

La actitud de González, sin embargo, refleja un fenómeno más amplio en América Latina: la dificultad de algunos liderazgos para aceptar la derrota sin apelar a teorías de conspiración. Aunque el derecho a exigir transparencia es legítimo, el tono y el contexto importan. En democracia, cuestionar sin pruebas claras puede ser más destructivo que perder.

Ecuador, que en los últimos años ha vivido terremotos políticos, cambios abruptos de gobierno y un incremento preocupante en la violencia criminal, no puede permitirse una nueva crisis institucional. Las urnas hablaron. Lo que viene ahora es gobernar, no gritar. Y en eso, tanto ganadores como vencidos tienen una responsabilidad ineludible con su país.